Sami

Sami comenzó a sentir de nuevo la mirada penetrante de aquel hombre en su espalda y se le vino a la cabeza ese sueño. Más bien esa pesadilla recurrente que le había provocado un insomnio infernal las últimas semanas. La falta de descanso le hacía vivir en una situación de constante inquietud y malestar y, en ocasiones, hasta le costaba distinguir entre la realidad y las paranoias inventadas por su mente ahora disfuncional. Un escalofrío atravesó su cuerpo e instintivamente trató de huir. Primero aceleró el paso discretamente y, nada más girar la esquina, empezó a correr lo más rápido que podía, que en realidad no era mucho.  Deseó no haberse calzado  aquella noche esas enormes plataformas en sus pies. Parecía que caminaba en zancos y temía caer a cada paso que daba.  Pero no quedaba otra, tenía que correr, si hacía falta hasta el fin del mundo, o incluso más allá, porque de otro modo estaba perdida.

El hombre que sigilosamente la seguía era el sicario de un importante cártel de la droga con “sucursales” en todo el mundo y ella, sin aún saber muy bien cómo, había terminado envuelta en un asunto turbio que le estaba trayendo consecuencias nefastas.

Todo comenzó cuando decidió irse de intercambio a Bogotá, a la Universidad Nacional de Colombia. Allí se integró fácilmente en la ciudad, con sus compañeros de clase, el club de debate, etc, y comenzó a trabar amistad con Mario. Mario era un chico encantador, originario de Caldas, que andaba bastante metido en política. Sami y él se hicieron buenos amigos, e incluso casi novios, podríamos decir. Y Sami, poco a poco a través de él, se fue introduciendo  en las luchas de la guerrilla. Y de ahí pasó, sin apenas darse cuenta, a verse involucrada en asuntos de narcos. La cosa empezaba a ponerse peligrosa.

Sami pensó que al volver a España toda esa etapa detestable que deseaba olvidar quedaría atrás. Pero lamentablemente no fue así. Aquel cártel siguió sus huellas y finalmente la encontró. Sami sabía que eso podía suceder y ya desde que aterrizó en España pensó un plan. Necesitaba dinero rápido para poder huir a un lugar más remoto y quizás encontrarse así a salvo. No se lo ocurrió otra cosa que comenzar a ejercer la prostitución.  Desde luego no era la profesión con la que había soñado de niña, pero el tiempo apremiaba y fue la única “solución” que pudo encontrar.

Mientras corría con sus botas de plataforma maldecía en su mente aquel momento en que se le ocurrió embarcarse en ese periplo a Colombia. Pero tras unos cuantos segundos de maldiciones y arrepentimientos comenzó a pensar en una estrategia de salvación. No podía correr eternamente. Al menos no a ese ritmo, y menos aún con ese calzado. Necesitaba, no sé, entrar en algún portal, local, algún lugar donde refugiarse. Y ¡oh, dios mío! Se le iluminaron los ojos. Acababa de ver a Ed. Le hizo un gesto con la mano a lo lejos  y Ed la vio. Estaba bajando del coche cuando se percató de la escena. Hábil de reflejos, se montó de nuevo y arrancó. Abrió la puerta de atrás para que Sami pudiese montarse rápidamente, y tan pronto hubo entrado salió picando rueda.

Buf, se habían librado por los pelos, al menos por esta vez. Porque Sami estaba segura de que habría más, de que no cejarían en su empeño por atraparla y eliminarla. Al fin y al cabo, Sami sabía demasiado y había roto las reglas. Solo le podía esperar un fin: la muerte.

Condujeron durante un rato sin rumbo fijo, tratando de calmarse y pensar con claridad. Ed en su interior, dio gracias por habérsele ocurrido llenar el depósito esa misma mañana. Tras casi una hora de coche, se encontraban recorriendo, por alguna carretera comarcal, los tranquilos campos de Castilla. Estaban convencidos de que nadie los seguía y decidieron aparcar a las afueras de alguno de los cientos, o miles, de pequeños pueblos esparcidos como setas en la meseta, para dormir un poco y ver si por la mañana tenían las ideas más claras. Apenas restaban dos o tres horas para el amanecer, pero fueron suficientes para disfrutar de un breve sueño reparador.

Con los primeros claros del sol, Sami se despertó. Ed aún dormía. Lo miró con ojos de sana envidia. Claro, él no sufría de insomnio… Sami salió del coche y se tumbó sobre la hierba húmeda de la era, aún cubierta por el rocío mañanero. Comenzó a meditar diversas opciones. Obviamente, la más acertada era largarse lejos. ¿Pero cuán lejos? ¿Francia, Sebastopol, Kamchatka, la Polinesia? Tenía miedo. Ahora estaba con Ed, que aunque era un mentiroso, changante, mujeriego y mil adjetivos despectivos más, lo cierto es que siempre había estado ahí cuando lo había necesitado y se había ido convirtiendo poco a poco en algo así como su ángel de la guarda. Pero Ed no podría acompañarla eternamente en su constante huída, no podía pedirle eso. Hablaría con él y juntos decidirían la mejor opción.

Mario acaba de aterrizar en la T4. Andaba un poco perdido buscando su maleta, despistado y meditabundo, pensando por dónde empezar a buscar a Sami. Mario estaba completamente enamorado de Sami y al enterarse de los líos en los que se había metido por su culpa decidió abandonar su identidad de agente doble de la policía colombiana e ir a buscarla. Él sabía mejor que nadie lo peligrosos que podían llegar a ser los cárteles colombianos y necesitaba encontrar a Sami antes de que ellos lo hicieran, o el desenlace sería fatal.

Disponía, en realidad, de pocos datos sobre su vida en Madrid. Algunos nombres, vagas direcciones y anécdotas de la Universidad. Una aguja en un pajar, pero él era un experto en este tipo de cosas. Al fin y al cabo, era policía y estaba acostumbrado a seguir pistas. Sí, no sabía aún muy bien cómo, pero la encontraría…

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